martes, 27 de octubre de 2009

Intro
                                     
                           Pocas cosas

   Ajenas a las Academias y a las Universidades, cantan otras voces; desde el fondo horizontal y eterno de La Pampa hasta las frescas y brillantes colinas de Irlanda, se anima a solfear la historia el Hombre Cotidiano; ese que nunca fui, por ser, inevitablemente, un caballo aburrido en busca de otros misterios y otras realidades.
   Sin embargo, al pasar de los años, descubro en la vida franca y trabajosa  de los pueblos, un antídoto a la ampulosa y cínica postura del snobismo moderno: la autenticidad. Creo vislumbrar una identidad, construida a base de gozos y desencuentros; un cúmulo de luchas anónimas, fundidas todas en una penetrante intención que le pelea a la vida por un poco de comida o el futuro de un hijo. A veces me despierto de mi ególatra y pretenciosa vigilia, y la conciencia encuentra en esos gestos, a la eternidad.
   Aquí no hallarán mucho; poco más que un bodegón y su vino de la casa, una esquina solitaria en una noche de invierno, un anillo de alpaca comprado un domingo en el Parque del Centenanario, un álbum de figuritas sin completar por que le falta “la difícil", la sortija robada al calesitero...Un collar de sucesos descuidadamente engarzados por los sinuosos andamios del Tango rioplatense.
   De todos modos, para un servidor, estos sencillos amuletos encarnarán un encuentro vital con su propia identidad y la de otros tantos, en los que se arroga el derecho de hablar:
                           Los hermanos Bertini, que siguen tirando de un carro, juntando botellas y metales que otros seguimos ignorando; Anselmo Fernández, que insistía con Gardel y Charlo, a los que yo no podía llegar, absorto con la más cercana resonancia del gran cantor Julio Sosa; el “Gordo” Camargo, que falló en sus reiterados intentos de sumarme al peronismo (incluso cuando correteábamos juntos a las hermanas Meneguetti); Marcela Piamonte, que no lo logró convencerme para que me afilie al partido comunista, a pesar de las tantas charlas sobre la explotación del hombre; Eduardo, mi primer amigo íntimo de la adolescencia, con el que compartíamos los libros de Richard Bach (aún no intuíamos a Ingenieros, a Nietzsche, a Ouspensky...); Miguel, mi padre, al que apenas conocí y del que sólo heredé algunas fotos suyas y el lengue blanco de milonguero, que guardo en el tercer cajón de la cómoda, a doce mil kilómetro de mi pasado, en un pueblo europeo, desde donde también escribo por Ellas:
    La Bety (mi hermana) que ya no trabaja con cama, y plancha por horas más cerca de casa, para estar más tiempo con Marta, esa mujer que un día (no me acuerdo cuándo) me dijo que era mi madre y yo le creí (sobre todo cuando se levantaba temprano para ir a limpiar el chalet de los Poncirena, y me despertaba sin quererlo, al hurgar con un torpe respeto, una bolsa de plástico ruidoso que guardaba en el ropero, repleta de medias...)
   Con este silencioso derecho, asumido desde la más rústica atalaya, y con más experiencia que literatura (pero fascinado a ratos, por el crepitante mundo de la metáfora), me dispongo a escribir en voz alta estas menudencias y otras derogadas barbaridades. Para quien escribe, será como un poco de lluvia sobre la tierra caliente de las calles donde se crió, como el último pedazo de pan en la mitad de la noche, cuando en el barrio todo está cerrado.
   Ya veremos adonde llego. Quizás me invada un ataque repentino de vergüenza, crea en el deber ser un ciudadano bonachón, y una noche cualquiera, con el pijama planchado, apague este blog y me meta en la cama.

   Sepan disculpar estas vanidades.

                   Camino Surel.-   27 de Octubre de 2009.-





                       El  C. S. D. D. A.
   
  En el “Club Social y Deportivo Defensores del Abrazo” no se jugaba al tango: Se lo vivía. Por que una cosa es divertirse haciendo pasitos de comparsa y otra, asumir el riesgo de ser atrapado por la pasión y el instinto, el sagrado instinto que inundó al mundo de niños, animales y plantas; y exponerse a terminar rogando amor...; el mismo amor que llevó a Whitman a bendecir al mundo, a Van Gogh  a cortarse una oreja. 
   En sus baldosas gastadas, aprendí que cerrando los ojos uno se va corazón adentro; que el mundo pude ser más habitable, como cuando Silvia rozaba mi espalda con su mano izquierda, porque nos juntó al borde de la pista de baile, la batuta delicada de Miguel Caló y la voz de Raúl Berón.
   Yo caí al “Club Social y Deportivo Defensores del Abrazo” (“El CeDA”, para los muchachos sentimentales), por accidente. Fue, cuando aún no alcanzaba a ver del otro lado del estaño, detrás del mostrador, donde se pergeñaban mezclas de brebajes estaños, se pactaban destinos de alcohol y revoluciones sociales que las dictaduras oligárquicas callarían años después.
   Me llevo mi hermano Miguel (muchos años mayor que yo) para unos carnavales en el que mi madre trabajó de noche cuidando a una viejecita del barrio de Valentín Alsina. Mi padre (ausentado hacía tiempo, y para siempre, por un inoportuno síncope cardíaco) sabía recorrer la pista de punta a punta del club, “cabeceando” muchachas, mirando a las coquetas forasteras del barrio, buscando (sin saberlo) a Marta, para que yo naciera, veinte años después.
 -¡Pocho…! Un sánguche y una Mirinda para el pibe. – Pidió la voz viril y respetuosa de mi hermano.
 -¡Cómo no, Miguelito!- Asintió enfático, el Pocho.
   El Pocho era mecánico, pero ayudaba a la comisión del bufete en aquella ocasión por que llegaba mucha gente hasta la Institución, para estas fechas.
Aquella noche me llamó por primera vez la atención, unas voces extrañas y unas caras rojizas que venían de una mesa.
- Son gringos – Comentó, mientras masticaba una aceituna, el negro “Peñaflor”. Miralos como sonríen (Y fue delicado al decir: “sonríen”.No era su estilo) ¡No entienden nada los “yonis”! – Agregó, con gesto orgulloso y compasivo.
(No sé si fue el matiz de la piel, las voces extrañas o algo más profundo; pero creo que aquella fue la primera confirmación de mi incómoda pero maravillosa sospecha: el mundo era más ancho que la manzana que contenía la cama donde dormía. Esa maravilla, me llevaría años más tarde, a vagar de barrio en barrio de escuela en escuela, de beso en beso…Pero esto es otra cosa).
   No era difícil adherir al orgullo de “El Negro Peñaflor”. Todos (aunque más no sea de manera inconsciente) sentían que palpaban un costado esencial de la vida, cuando se abrazaban al compás de un tango. Que le daban un beso o le tocaban el culo a la Vida, a esa Vida, que se la tenía por mezquina; altamente seductora pero mezquina.
   De la herencia inmigrante de los padres y los abuelos, se construyó un lamento altamente estético, en esa esquina del Río de la Plata; se asumió una tarea desalentadora pero fervorosamente vital, de pelearle la calle al Destino Infame, que parece jugar con el género humano; algo así como un designio olímpico, digno de los dioses griegos: de un Sísifo con su piedra y su cuesta, de un Prometeo con su cadena y su roca.
   Por que eso era bailar el Tango en el “Club Social y Deportivo Defensores del Abrazo”. No era moco de pavo ¡Minga, de pasitos de murga! Bailar Tango en el “Club Social y Deportivo Defensores del Abrazo” era una experiencia poética.
   Aquella noche de verano, estos ojos, vieron a la "Rusita” Laura Abrahamovich, mirar en silencio desde una punta del salón, al "Turco” Mario Ben Hasán; y él, caído para siempre al destino de una muchacha de barrio, se levantó suavemente de su mesa, inundada de amigos y de frases echas, y encaró para el lado de Lurita, acomodándose con elegancia su mejor traje (el único). Luego, Osvaldo Fresedo completaría el resto: hacerlos perder de vista, como a todo el mundo, en ese rectángulo fatídico y carnal donde todos se sentían “Uno”.     
   -Para bailar Tango, “hay que tener huevos” - Disparó, como al pasar, el cordobés Venancio Rodríguez, adicto a Macedonio Fernández y a Séneca (entre otras cosas).
   -¡Che, cordobés, cuidá la boca que está el pibe! - Le pidió “El Cuervo” Oliverio Santillán, resguardando mi inocencia. Mi hermano, el más joven de todos ellos, asintió con modestia, mirando a Venancio, que se disculpó de in mediato.
  -¡Huevos y ovarios! – Completó Rosita Ferreira, que no había oído el pedido de Santillán, mientras se sumaba a la mesa desde atrás, recién llegada de Villa Ortuzar, después  que el 140, volvió a jugarle una mala pasada, y estuvo en la parada del colectivo  más de la cuenta. Contó, de paso, que aprovechó para sacar el espejo en la esquina de Av. de Los Incas y Andonahegui, y retocarse los ojos.
   Fue muchos años después, que comprendí, la sentencia de Venancio y de Rosita. Entendí entonces, que se necesita un mínimo de coraje para arriesgarse a la poética tarea de abrazar a otro, sintiendo los compases de un Canaro o un Pugliese, y no quedar herido en el intento, si la experiencia fue totalizadora.
Había que tener coraje para luego de esa experiencia, sostener los requerimientos del buen gusto; la suficiente decencia y orgullo, para no enloquecer de amor y saber esperar lo que quizás nunca se dé...
   No siempre se manifestaba esa energía arrolladora, en una pareja. La “Tangura”, era más bien excepcional, suplantada muchas veces por encuentros más modestos de coordinación corporal o amistad barrial; era raro toparse con la “Tangura”, pero después del primer tropiezo con ella, uno quedaría marcado.
   La “Tangura”, como las “malas palabras”, eran entidades veladas para nuestro período de latencia freudiana, como lo sería pocos años más tarde, el sexo. Aunque, para que ocultarlo: yo no llegaba al estaño, pero entre el ir y venir de sifones, cervezas y whisky, sentía como el aire olía a procreación, en esa no noche de verano carnavalero.
                                               Camino Surel.-