jueves, 28 de enero de 2010

                                                                                                                             Pertenecer

   Para nosotros, ella venía del centro; no me acuerdo de qué barrio. Creo que de una orilla de Palermo, la que roza la avenida Córdoba.
     Traía una ajustada elegancia, y en el cuello, esa cadenita de oro de toda la vida. 
     Siempre llegaba sola. Se sentaba, también, sola; habitaba en un lateral opaco de la pista; casi siempre del lado izquierdo (mirando desde la entrada del club), escoltada por el cartel que proponía comprar la ropa en “Casa Malena”.
     Ahora que lo pienso bien, siempre tuve la sensación de que era una chica que se hacia su ropa. No me pregunten porqué; no sé si alguna vez me lo comentó como al pasar, o por la manera de acomodarse la blusa entre tango y tango. Más allá que podía parecer una profesora de castellano o francés, con un sueldo modesto, sabía ajustar un sólido orgullo femenino a la silla plegable de madera que la sostenía algún que otro sábado, en “El CeDA”. Envuelta en una sobriedad inmejorable, silenciosa y atenta, supo decir “no” a los milongueros más reputados. Bien vale recordar aquella noche, en la que “el Zurdo” Benavides, amparado en su sólido currículo tanguero, se levanto de la mesa que lo acogía hacía años y, confiado por que una vez había bailado con ella, se le acercó lentamente para invitarla, mientras el resto de nosotros sospechaba casi ensordecidos por la situación, que algo iba a salir mal. Y así fue: el “no” relajado y compasivo de la dama y sus pestañosos ojos marrones mirando fijamente los ojos los del Zurdo, confirmaron lo que uno debe aprender desde niño en las calles del barrio: No siempre se gana. Un segundo después de que Benavides fuera impugnado y representara con afectada elegancia algún retruque a la negativa de la muchacha, todos en silencio, volvimos la cabeza hacia la pista, sin siquiera mirarnos entre nosotros. Nadie jamás habló del tema, sólo el “Zurdo” Benavides que con maquietada superioridad, esbozó algún argumento que nadie escuchó.
    Tan potente y natural era la seguridad de la nombrada, que si uno lograba abstraerse del resto de la milonga, comprobaba que el suelo del Club Social y Deportivo Defensores del Abraso se inclinaba hacia ella como hacia el centro de un embudo; mientras el resto del mundo, ignorantes de ese prodigio, se distraía bailando, para no caer inevitablemente en ella.
    Nunca necesitó pertenecer al pretencioso ejército de milongueros, que matan el tiempo escuchando siempre los mismos tangos. Jamás pretendió ansiosamente, ser aceptada por los que bailan como los dioses, ni por los que salían en las revistas especializadas contando como les fue en París, Japón o Berlín; nunca quiso convertirse en una milonguerita simpática, para que no la dejen afuera. Bailaba sin artilugios y entregada al rito, con el respeto que se merece Homero Manzi o Rosita Quiroga. Sólo era vistosa para los muchachos melancólicos que aman el tango, pero escapan de su exagerada seguridad porteña. Para los demás, ella sería sólo un misterio.
    Apenas una vez, bailé con ella. Nos unió para siempre, el silencio.
    Aún sigo arrepentido de no haberla invitado al cine, o de contarle mis primeros intentos con la poesía...La dura inseguridad que me invadía por aquellos años, enmudecía cualquier propuesta digna de ser aceptada.
Hoy, a la distancia, a veces sueño que tengo una amiga... Entonces aparece ella: Suavemente pretenciosa, dulcemente barrial. Quiere beber una cerveza en Praga, escanciar una sidra en Gijón; que nos sumemos al vino chileno en Santiago. Invicta y austera, llega meditando a Pichuco.
Al final de la noche, se abrochará un botón cualquiera, se acomodará la blusa y volverá a su casa.
   Nunca necesitó pertenecer; sumarse a la fiesta artificial de los otros. Considerada tanto con Pugliese como con Mederos (talvez lectora de Cortázar u Orgambide), el Club Social y Deportivo Defensores del Abrazo no logró asociarla.
    Si mal no recuerdo, se llamaba Ana.
                                                                                                                      Camino Surel
                                                                                                  

viernes, 8 de enero de 2010

                 
                     Pa’l Roberto
    
 Cuando un cantor popular se va pa’l Silencio, todas las calle del mundo corren a buscarlo. Por encima del ruido de los aviones y los dictámenes bursátiles, las calles pedregosas de todos los barrios, quieren salvarlo.
    Pero es inútil. Los abrevaderos de la muerte, absortos en su mecánica faena de moler el sueño de la reencarnación, fagocitan las primeras calles que se le acercan. El resto de ellas, ya no se animarán a rescatarlo.
   En los mercados, donde el pueblo compra el kilo de carne, el ramo de perejil, las cabezas de pescado que llegan del puerto, no se habla de otra cosa: Que era un buen muchacho; que cantaba como nadie; que era todo un artista; que el cigarrillo no perdona; que hay que cuidarse de la bebida; que “¡Qué lástima, che!”…
   Las calles (insisto), que lo conocen tanto, serpentean amordazadas para que el cantor no calle. Quieren que estalle su boca de perro exasperado, que menee su lengua de lamer a las muchachas, que alce su bandera rota de lobo enamorado…
   Pero… ¡Qué se le va a hacer! Los naipes del limbo, barajados por un dios vetusto que apenas se sostiene en pie, dictaminan (con cínica ventura) quien gana la partida.
  Entonces, no importa si las calles son del barrio del Abasto, en Buenos Aires; del oscuro Harlem, en Manhattan; o de la parroquia de Lavapiés, en Madrid; todas (repito), todas, siguen aleteando enloquecidas; como cuando América entera miró atónita a Medellín, por culpa de Gardel; o el Uruguay se dobló el medio por el manotazo fúnebre de Zitarrosa; como aquel 16 de mayo español, en que los gitanos miraron sin consuelo al cielo, porque Lola Flores los dejó sin poder hacer palmas; como aquella vez ..., cuando el blues quedó de rodillas, al enterarse que la juventud endiablada de su pequeña hijastra rubia, Janis Joplin, ya no cantaría más…
   
   El caso que hoy ocupa mi corazón enclenque, nació en Bandfiel; pero antes, por Alsina. Es de un muchacho del rock, que un día se le dio por llorar. Y entonces todo un país salió a verlo, a delirar con él, a comprar sus fotos, a querer besarlo. Antes, por los luminosos ’60, él pagaría los tragos y algo que comer, a los hippies criollos, hambrientos de cambios y marihuana.
   Fue así, no más: Sencillo y reservado; melodramático y campeón de América; a veces señorial, o también (porqué no), ajustadamente cursi (cursi, como se viste el amor los domingos, por el barrio). Pero escaló los escenarios con la demencial altura de los artistas impares, que con sólo mover una mano, conmueven a las multitudes.

   Quiero decir, solamente, lo que cuentan las vecinas, los carteros y los gallos: Que fue un buen tipo El Roberto, al que todos llaman Sandro.

                                                     Camino Surel.-