viernes, 8 de enero de 2010

                 
                     Pa’l Roberto
    
 Cuando un cantor popular se va pa’l Silencio, todas las calle del mundo corren a buscarlo. Por encima del ruido de los aviones y los dictámenes bursátiles, las calles pedregosas de todos los barrios, quieren salvarlo.
    Pero es inútil. Los abrevaderos de la muerte, absortos en su mecánica faena de moler el sueño de la reencarnación, fagocitan las primeras calles que se le acercan. El resto de ellas, ya no se animarán a rescatarlo.
   En los mercados, donde el pueblo compra el kilo de carne, el ramo de perejil, las cabezas de pescado que llegan del puerto, no se habla de otra cosa: Que era un buen muchacho; que cantaba como nadie; que era todo un artista; que el cigarrillo no perdona; que hay que cuidarse de la bebida; que “¡Qué lástima, che!”…
   Las calles (insisto), que lo conocen tanto, serpentean amordazadas para que el cantor no calle. Quieren que estalle su boca de perro exasperado, que menee su lengua de lamer a las muchachas, que alce su bandera rota de lobo enamorado…
   Pero… ¡Qué se le va a hacer! Los naipes del limbo, barajados por un dios vetusto que apenas se sostiene en pie, dictaminan (con cínica ventura) quien gana la partida.
  Entonces, no importa si las calles son del barrio del Abasto, en Buenos Aires; del oscuro Harlem, en Manhattan; o de la parroquia de Lavapiés, en Madrid; todas (repito), todas, siguen aleteando enloquecidas; como cuando América entera miró atónita a Medellín, por culpa de Gardel; o el Uruguay se dobló el medio por el manotazo fúnebre de Zitarrosa; como aquel 16 de mayo español, en que los gitanos miraron sin consuelo al cielo, porque Lola Flores los dejó sin poder hacer palmas; como aquella vez ..., cuando el blues quedó de rodillas, al enterarse que la juventud endiablada de su pequeña hijastra rubia, Janis Joplin, ya no cantaría más…
   
   El caso que hoy ocupa mi corazón enclenque, nació en Bandfiel; pero antes, por Alsina. Es de un muchacho del rock, que un día se le dio por llorar. Y entonces todo un país salió a verlo, a delirar con él, a comprar sus fotos, a querer besarlo. Antes, por los luminosos ’60, él pagaría los tragos y algo que comer, a los hippies criollos, hambrientos de cambios y marihuana.
   Fue así, no más: Sencillo y reservado; melodramático y campeón de América; a veces señorial, o también (porqué no), ajustadamente cursi (cursi, como se viste el amor los domingos, por el barrio). Pero escaló los escenarios con la demencial altura de los artistas impares, que con sólo mover una mano, conmueven a las multitudes.

   Quiero decir, solamente, lo que cuentan las vecinas, los carteros y los gallos: Que fue un buen tipo El Roberto, al que todos llaman Sandro.

                                                     Camino Surel.-


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